Siempre me han llamado la atención los parecidos entre las personas y los animales y entre ciertas partes humanas y algunos vegetales.
Afirmaciones como “tiene nariz de berenjena”, “se parece a su gato”, “ese cara de patata” o “mira con ojos de mochuelo” no me parecen baladíes, sino con cierto fundamento porque el cerebro procesa lo que ve y lo relaciona con lo que nos resulta conocido.
Incluso es posible afirmar que ciertas personas nos caen bien o mal en función de la impresión que sacamos de sus rasgos. Yo no cenaría tranquilo con un tipo con cara de bulldog, del mismo modo que pondría reparos a hacer el amor con una chica cuyos rasgos faciales me remitiesen a los de un bonobo. Me reiría, pero no pasaría de ahí.
Un día mientras charlaba con un amigo en el salón de su casa, éste gritó dirigiéndose hacia la cocina:
-¡Mimi, ven un momento!
Inmediatamente asomó por la puerta una cabecita del tamaño de un puño cuyos oscuros ojos brillaban tras un poblado torrente de pelo que partía de un chicho prendido de una lazada azul, tras lo cual sonó un agudo ladrido que confundí con un grito femenino. Acto seguido apareció una mujer con el pelo del mismo color recogido en una coleta adornada con un lazo también azul, y cuyo flequillo le cubría casi por completo la nariz, que chilló más que preguntó:
-¿Me llamaste, Cuqui?
Mi amigo, que percibió mi perplejidad ante semejantes apariciones, casi idénticas de cuello para arriba, quiso ¿explicarlo?:
-Es que se llaman igual.
Y ladran igual, pensé.
Esas cosas ocurren y a mí no dejan de asombrarme. Me parecen fabulosas, insólitas.
Tengo un vecino al que le regalaron un cachorro de cocker que pronto se convirtió en el chichi de la casa y al que pusieron por nombre Paco. Y en verdad, no sé por qué, a Paco le quedaba bien el hipercorístico.
El chuchito fue pronto un bebé consentido: si alguien lo abroncaba, otro alguien regañaba a quien lo había hecho. Paco no tardó mucho, pues, en ser odiado y amado a partes iguales y en ser motivo o excusa de perrunas broncas.
Pasado el tiempo, en la casa hubo ya dos jefes: el cabeza de familia y... Paco, a quien aquél cuidaba con especial mimo: galletitas, chocolate, platos precocinados... Paco se daba unos banquetes monegascos. Y claro, engordó. Engordó tanto que comenzó a moverse con la pesadez de su dueño, de quien, para sorpresa de propios y extraños, fue adquiriendo idénticos hábitos y hasta cierto parecido, de tal manera que en el entorno familiar llegó a conocérselos como “los Pacos”. Si Paco A bostezaba, Paco B bostezada; si Paco A dormía, Paco B se echaba a dormir; si Paco A discutía con alguien, Paco B le gruñía...
Lo más curioso es que llegó un momento en que incluso los confundías, pues Paco B había adquirido ciertas maneras y rasgos asombrosamente parecidos a los de Paco A, su dueño, con quien mantenía una relación idílica. Probablemente, cuando enferme uno lo hará el otro y cuando uno de los dos se muera, el alter ego del otro sufrirá una crisis existencial de efectos incalculables.
¿Simbiosis? ¿Mimetismo? Todos nos parecemos a algo o a alguien, aunque siempre vemos el sospechoso parecido ajeno, pero nunca el propio. No me gustaría, sin embargo, que los demás al mirarme me identificasen con una tortuga o con Boris Karloff en versión Drácula.
Desapercibido es un adjetivo encantador, ¿a que sí?
[Más parecidos sospechosos]
Afirmaciones como “tiene nariz de berenjena”, “se parece a su gato”, “ese cara de patata” o “mira con ojos de mochuelo” no me parecen baladíes, sino con cierto fundamento porque el cerebro procesa lo que ve y lo relaciona con lo que nos resulta conocido.
Incluso es posible afirmar que ciertas personas nos caen bien o mal en función de la impresión que sacamos de sus rasgos. Yo no cenaría tranquilo con un tipo con cara de bulldog, del mismo modo que pondría reparos a hacer el amor con una chica cuyos rasgos faciales me remitiesen a los de un bonobo. Me reiría, pero no pasaría de ahí.
Un día mientras charlaba con un amigo en el salón de su casa, éste gritó dirigiéndose hacia la cocina:
-¡Mimi, ven un momento!
Inmediatamente asomó por la puerta una cabecita del tamaño de un puño cuyos oscuros ojos brillaban tras un poblado torrente de pelo que partía de un chicho prendido de una lazada azul, tras lo cual sonó un agudo ladrido que confundí con un grito femenino. Acto seguido apareció una mujer con el pelo del mismo color recogido en una coleta adornada con un lazo también azul, y cuyo flequillo le cubría casi por completo la nariz, que chilló más que preguntó:
-¿Me llamaste, Cuqui?
Mi amigo, que percibió mi perplejidad ante semejantes apariciones, casi idénticas de cuello para arriba, quiso ¿explicarlo?:
-Es que se llaman igual.
Y ladran igual, pensé.
Esas cosas ocurren y a mí no dejan de asombrarme. Me parecen fabulosas, insólitas.
Tengo un vecino al que le regalaron un cachorro de cocker que pronto se convirtió en el chichi de la casa y al que pusieron por nombre Paco. Y en verdad, no sé por qué, a Paco le quedaba bien el hipercorístico.
El chuchito fue pronto un bebé consentido: si alguien lo abroncaba, otro alguien regañaba a quien lo había hecho. Paco no tardó mucho, pues, en ser odiado y amado a partes iguales y en ser motivo o excusa de perrunas broncas.
Pasado el tiempo, en la casa hubo ya dos jefes: el cabeza de familia y... Paco, a quien aquél cuidaba con especial mimo: galletitas, chocolate, platos precocinados... Paco se daba unos banquetes monegascos. Y claro, engordó. Engordó tanto que comenzó a moverse con la pesadez de su dueño, de quien, para sorpresa de propios y extraños, fue adquiriendo idénticos hábitos y hasta cierto parecido, de tal manera que en el entorno familiar llegó a conocérselos como “los Pacos”. Si Paco A bostezaba, Paco B bostezada; si Paco A dormía, Paco B se echaba a dormir; si Paco A discutía con alguien, Paco B le gruñía...
Lo más curioso es que llegó un momento en que incluso los confundías, pues Paco B había adquirido ciertas maneras y rasgos asombrosamente parecidos a los de Paco A, su dueño, con quien mantenía una relación idílica. Probablemente, cuando enferme uno lo hará el otro y cuando uno de los dos se muera, el alter ego del otro sufrirá una crisis existencial de efectos incalculables.
¿Simbiosis? ¿Mimetismo? Todos nos parecemos a algo o a alguien, aunque siempre vemos el sospechoso parecido ajeno, pero nunca el propio. No me gustaría, sin embargo, que los demás al mirarme me identificasen con una tortuga o con Boris Karloff en versión Drácula.
Desapercibido es un adjetivo encantador, ¿a que sí?
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