Poco o nada debió haber cambiado en la sociedad española cuando ya los ricos muy ricos dicen públicamente que apoyan las reivindicaciones de los indignados y nadie se indigna, cuando crece el número de desempleados, de jubilados sin pensión, de jóvenes sin futuro, de expedientes de regulación y suben sin rubor los impuestos para los mismos, mientras los ricos lo son cada vez más.
Quizá hayamos perdido el sentido de la proporción, la medida del ridículo y la capacidad de raciocinio si ya admitimos sin reparo que vivir en la abundancia puede ser incluso un síntoma de solidaridad que merece ser reconocido con reverencia por los humildes. Si es así, la necesidad de comprensión nos ha dejado la azotea al descubierto y se ha convertido en un peligroso quintacolumnista.
O quizá los multimillonarios hayan desarrollado desde la memoria de los tiempos una genética de la supervivencia que, como en los albores de la Revolución Francesa, cuando el sochantre de Pontivy recorría los caminos de la Bretaña en compañía de muertos contadores de historias, salvó a muchos de Madame Guillotine.
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