Las campañas electorales se parecen cada vez más a los supermercados, sólo que en lugar de patatas te venden promesas y en vez de vales descuento te ofrecen los regalos directamente.
Me temo que algunos políticos han perdido los sentidos del decoro y del ridículo, hasta tal punto que no dudan en mostrar su lado más prosaico, aquel que los convierte en actores-espectadores de su propia pantomima.
Los clásicos romanos consideraban la política una actividad de alta dignidad, de tal modo que quien aspirase a representar al pueblo estaba obligado a instruirse en gramática, música, filosofía, aritmética y leyes. Sin embargo, estos conocimientos no eran suficientes, pues tenían que demostrarlos mediante la aplicación de las reglas de la oratoria para, asimiladas las de la retórica, hilvanar sólidos discursos con el fin no sólo de convencer, sino de instruir, demostrar y deleitar. Por eso, escuchar un discurso elaborado según estas reglas, sobre todo si se trataba de oradores afamados como Cicerón, los hermanos Graco o Séneca, constituía un gran espectáculo, una verdadera puesta en escena que los romanos tenían como uno de sus entretenimientos preferidos. Hoy, lamentablemente, el espectáculo político tiene otros matices.
Actualmente, la banalización de la política permite que cualquiera pueda ocupar un escaño, lo que, en términos democráticos, no me parece mal; lo que considero reprobable es el uso superficial y hasta indigno que se hace de él, un uso, digámoslo claramente, social y legalmente consentido.
Lo peor es que ese modo de interpretar la política cala en determinados estratos sociales, que ven en el cambalache una forma de obtener partido allí donde deberían repudiarlo. Dicho de otro modo, estamos llegando a un punto en el que, por falta de ideología y convicción ciudadana, se identifica voto con prebenda, de tal manera que si no me recalifican el terreno, no me regalan un televisor o no colocan a mi niña mi papeleta puede cambiar de sentido partidista en un abrir y cerrar de ojos.
Pero el señuelo electoral se retuerce cada vez más porque ya no basta con atraer mediante la chuchería o el pelotazo, incluso hay quien promete sin taputos placer personal a cambio de votos. Más aún, ciertos sectores eclesiásticos parecen ofrecer indulgencias plenarias a quienes se decanten por determinadas opciones.
En contra de la creencia generalizada y cada vez más extendida de que vale todo, en democracia lo que verdaderamente debería contar es la integridad personal, el sentido solidario del voto y la acción común por una sociedad más equitativa y justa.
De vendernos patatas y de ofrecernos regalos, incluso los más placenteros y eternos, deben ocuparse otros.
La Huella Digital: La Luna a cambio de un voto
Porsilasmoscas: Lo que hay que hacer para ganar unas elecciones
2 comentarios:
Sobra el marketing en la campaña electoral y falta dignidad, coherencia y sentido común.
En efecto, Martín, pero ya sabemos que de todo eso que dices los políticos no están, precisamente, sobrados. Saludos.
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