Prostitución, violencia doméstica, trabajo no remunerado, esclavitud, matrimonio forzado...
No estamos hablando de mujeres. Estamos hablando de niñas.
Si ser niño en el tercer mundo es ser candidato a aberraciones tales como soldado, minero, matón, ladrón, pistolero y otras muchas actividades que en otros mundos están reservadas a los adultos, ser niña en ese contexto es exponerse a todo eso y además a ser explotada y mutilada sexualmente, relegada al último escalafón social -a veces incluso por debajo de los animales-, vejada y humillada hasta extremos que duele escribirlo.
Son cosas que les pasan sólo por ser niñas.
Unos 900 millones de mujeres y niñas, es decir, el 70% de los pobres del planeta, viven con menos de un dólar al día. Esa pobreza extrema impide que 86 millones de niñas puedan ir a la escuela, algo básico y tan elemental en nuestro mundo que el caso contrario lo consideraríamos inconcebible. Este último dato se acentúa con la crisis, pues cuando los ingresos familiares se reducen y las necesidades acucian, los primeros sacrificios, como prescindir de la escuela, se vinculan con la reducción de los derechos de las niñas.
Por eso, cuando leo estas cosas y escucho a los líderes del mundo proponer el 2015 como año en que se deben cumplir los objetivos del milenio me invade la ironía, porque saben que no se van a cumplir debido, entre otras cosas, a que seis de esos ocho objetivos dependen de las condiciones de vida de las mujeres y las niñas. Así de elemental.
Según el informe Las niñas en la economía global, elaborado por Plan Internacional, con sólo aumentar un 1% el porcentaje de mujeres en la educación secundaria aumentaría en un 0,3% el PIB de un país; cuando las mujeres reciben el mismo tipo de formación y cuentan con el mismo acceso a créditos y recursos que los hombres, son capaces de aumentar el rendimiento de la cosecha en un 22%; en África, Asia y América Latina las mujeres con siete o más años de educación tienen entre dos y tres hijos menos que las mujeres con menos años de estudio.
Todos estos datos los conocen los gobiernos de los países desarrollados, pero las condiciones de las víctimas no mejoran. Al contrario, se agravan, y, con la crisis, se multiplican.
No parece que el trabajo de organizaciones como Unicef, Oxfam o Plan Internacional, que acaba de lanzar una campaña sobre la situación de las niñas en el mundo, logre cambiar las cosas; pero lo intentan, gratifica prestarles apoyo y me parece una forma de rebeldía contra el desorden establecido.
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