miércoles, 2 de septiembre de 2009

Periodistas: entre la autocomplacencia y el suicidio

Decir que el periodismo, tal y como lo conocemos, tiene los días contados no es nada nuevo, pero sorprende que, no siéndolo, quienes lo ejercemos no hagamos lo suficiente para socorrerlo.
Será porque las orejas del lobo son cada vez más grandes, o el lobo más fiero o visible, pero con mayor frecuencia escucho los lamentos de compañeros que ven con pesimismo el futuro de la profesión a causa, dicen, de la competencia que ejercen las nuevas tecnologías, capaces de procesar y mover información a gran velocidad.
Siempre la misma canción. Según ellos, la muerte viene de fuera, pero olvidan, o no quieren ver, que el veneno se ha incubado dentro. Huelga decir lo obvio, y por eso no insistiré, como ellos, en que Internet, la crisis o la competencia hacen dura la senda periodística. Desde luego que es así, pero ni más ni menos que en otros ámbitos productivos.
Voy a insistir, sin embargo, en las causas endógenas -las alimentadas en el seno de la propia profesión, en el veneno cuyo antídoto nos negamos-, que han firmado hace tiempo el acta de defunción del periodismo.
Ayer, sin ir más lejos, compruebo que los informativos de la tarde de distintas cadenas repiten idénticos contenidos, con los mismos protagonistas, incluso con titulares y textos en algunos casos prácticamente idénticos. Lo peor es que por la noche las mismas cadenas volvieron a ofrecer ¡lo mismo!, elaborado de la misma forma, como si en las seis o siete horas anteriores no hubiera ocurrido nada nuevo en el mundo. Para colmo, esta mañana los periódicos nos sirvieron las mismas informaciones, escritas y tituladas como ya se había visto, oído y leído ayer. ¿Es eso achacable a causas externas?
Los periodistas somos los únicos protagonistas de nuestras inercias, pero además responsables de una antropofagia, de un victimismo, de una autocomplacencia y de una tendencia suicida sin parangón en otros ámbitos profesionales. Mientras sectores como el maderero o el automovilístico se asocian en consorcios para enderezar rumbos y trazar estrategias comunes, en el periodismo cada cual va por su lado y, además, menosprecia al colega. No hay más que ver las informaciones que difundimos sobre los datos del OJD y del EGM, cuya conclusión generalizada puede resumirse del siguiente modo: "Todos lo hacen mal, menos yo". Si eso es así, ¿de qué nos quejamos? Una de dos: o mienten los estudios de mercado o mentimos nosotros, con lo cual engañamos a quien, con su dinero y su confianza, nos mantiene a flote. El desprecio por el compañero, sin embargo, llega a la lapidación más cruenta cuando se airean las subvenciones que determinados organismos oficiales conceden a la prensa. La frontera, en este terreno concreto, entre el paroxismo y la estupidez se diluye por completo.
Llevo casi treinta años en la profesión y si algo me queda claro es que gracias a la ciencia hemos avanzado mucho tecnológicamente, pero, y no a causa de la ciencia, hemos retrocedido considerablemente en praxis, en intuición, en capacidad, en decisión, en fidelidad, en elegancia, en estilo...
Por eso es fácil que se pierda la fe en el futuro de una profesión que hace ya tiempo falta a sus principios elementales, que se despelleja más que compite, que imita más que innova, que plagia más que discurre, que convierte la información en espectáculo, que envidia más que admira, que se suicida lentamente sumida en un envenenado y lacrimoso océano de autocomplacencia.

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