Vivimos en un páramo dominado por la frivolidad y la arrogancia, el mimetismo y la sinrazón, el temor y el deseo de que escampe sin necesidad de abrir el paraguas.
Un presidente regional declara como patrimonio una exigua cuenta bancaria y la única respuesta social que recibe es una sonrisa irónica bajo la que se oculta el inconfesable deseo de que algún día nuestros hijos lleguen a ser como él, en lugar de aconsejarles que, si en efecto llega ese momento, tenga la decencia y el decoro de añadir al menos dos o tres ceros al 900.
Somos una sociedad repleta de estómagos agradecidos, de lo contrario no arrojaríamos sobre el extranjero todas las iniquidades que repudiaríamos si acechasen sobre nosotros ni permitiríamos que un albañil negro -como un arquitecto, un ingeniero o un doctor- muriese de hambre en el olvido más absoluto por defender la conciencia que a nosotros nos falta. En mucho menos tiempo del que empleó Orlando Zapata en preparar su muerte pagamos rescate por quienes codiciosamente se metieron en la boca del lobo o liberamos a activistas que tuvieron de cara a la maleable opinión pública.
Agradecidos, sí; pero por eso también desorientados. Miles de personas salieron ayer a la calle para protestar contra el llamado pensionazo, pero allí no había jóvenes, cuando es a éstos a quienes más deberían inquietar las pretensiones de los gobernantes. Paradójicamente, las manifestaciones de ayer dejaron en la mente la imagen de que el futuro es de los mayores. Quizá así deba ser para que puedan mantener a los jóvenes una década más en casa, con el título colgado en la pared como recordatorio de la arbitrariedad que supone replantearse el sistema de pensiones cuando ni siquiera se ha resuelto el futuro profesional de quienes deben sostenerlo.
Si el futuro es de los mayores, si son ellos quienes tienen que garantizar la bonanza económica de la jubilación -la propia y la ajena-, ¿qué hacemos con los jóvenes? ¿No sería más coherente plantear un cambio social y educativo para ayudar a las nuevas generaciones para que éstas contribuyan al bienestar de las viejas? Si es así, ¿por qué lo planteamos al revés?
Quizá porque, como dice Agustín García Calvo, la gran carga es el porvenir.
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