Una vez conocí a una niña que había sido obligada a mantener relaciones sexuales.
La hija de una amiga me contó que se sentaba en un pupitre adyacente al suyo y que se pasaba las horas con los ojos en blanco, mirando al techo. Años después, ya adultos, me dijo que le había preguntado el porqué de aquella actitud y que le respondió: “Me preguntaba insistentemente por qué. Todavía hoy lo sigo haciendo”.
Yo la recuerdo con la cara llena de dudas. Bajo los ojos, su piel estaba tan marchita que el trineo de sus lágrimas descarrilaba cada vez que pugnaba por echarse cuesta abajo. Entre sus párpados naufragaban un par de velas apagadas, que dejaron de brillar el día en que un tipo sin alma y con una navaja entre las piernas le cortó la mirada.
Mientras a los demás niños les gustaba jugar a lo que juegan los niños, a ella sólo le motivaba lanzar cuchillos contra la cara de Boris Karloff, encarnación simbólica de la diana de su resentimiento.
Por eso, cada vez que Nacho de la Fuente pone en marcha su cibercampaña contra la pornografía infantil me acuerdo de aquella lanzadora de cuchillos con dedos de algodón, y pienso en el sufrimiento causan los depredadores de "angels" y "lolitas", en el dolor eterno que clavan como agujas en los corazones de sus inocentes sexos.
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